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Intratable, tierna, bohemia, áspera, aguda, frágil, indomable, Violeta Parra fue una de las artistas populares más emblemáticas de Chile y a la vez profundamente ignorada por décadas de cultura pinochetista. Capaz de sacrificar sus propias canciones para recopilar el cancionero popular por la cordillera, de alzar una carpa con la Universidad del Folklore, de exponer en el Louvre, de enloquecer de amor en París y de suicidarse a los 49 años, su vida es cinematográfica y a la vez un peligro para los lugares comunes de las buenas intenciones. De la mano de decisiones artísticas casi impecables y de una actriz notable capaz de interpretarla, el director chileno Andrés Wood filmó Violeta se fue a los cielos, una biopic que captura las mil aristas de la artista sin perder el filo. Radar habló con los dos para saber cómo y por qué lo hicieron.
Por Mariano Del Mazo
“El riesgo era alto, pero también la inconciencia. La película es una mezcla de libertad y rigor”, dice, para empezar, Andrés Wood, director de Violeta se fue a los cielos, extraordinaria biopic de una artista inabarcable, contradictoria, áspera y brillante, que se estrena en Argentina el 27 de este mes. La película fue vista por 350 mil espectadores, va a representar a Chile en los próximos Oscar y está basada en el libro homónimo de uno de los hijos de Violeta, Angel Parra. El libro fue apenas un punto de partida: la película es finalmente un abordaje sesgado de algunas de las características del complejo temperamento de una mujer incómoda. “Violeta Parra no cabe en una sola película”, razona Wood. Y vaya que razona y razonó: demoró siete años en decidirse a hacerla. Mientras tanto se consolidó como uno de los realizadores más interesantes de su país con films como El desquite, La buena vida y, sobre todo, Machuca.
¿Cómo contar la vida de Violeta Parra? ¿Qué elegir, qué descartar? Desde la niña campesina con la cara mordida por la viruela que veía cómo su padre se emborrachaba guitarra en mano hasta la mujer abatida por el desamor y la tristeza que se pegó un tiro a los 49 años, en 1967, toda la existencia de la Viola aparece atravesada por condimentos cinematográficos: la infancia pobre, su pasión por los hombres –especialmente por hombres más jóvenes que ella–, la tragedia de la muerte de una hija bebé, el exilio, el descalabro económico, la política, la compositora sorprendente, la artista plástica intuitiva que llega a exponer en el Louvre... En fin, ¿cómo contar el escarpado y ancho espacio que queda entre la engañosa esperanza de “Gracias a la vida” y el espíritu proto punk de “Maldigo del alto cielo”?
SEGUN EL FAVOR DEL VIENTO
Violeta se fue a los cielos terminó de definirse en el exacto momento en que el casting del protagónico llegaba a su fin y Wood entendió que había encontrado a su Violeta Parra. La elegida fue Francisca Gavilán, una hermosa actriz de teatro que cantaba aceptablemente y tocaba la guitarra... como zurda. Con maestría, Gavilán se va devorando pacientemente la película. No sólo cantó todas las canciones que integran la banda de sonido sino que también aprendió a tocar la guitarra como diestra. La interpretación dramática es soberbia y es posible que funcione como un boomerang que se dirige hacia su nuca profesional, como ocurrió por caso con Edgardo Nieva y Gatica: para bien y para mal, esta morocha afeada nunca va a dejar de ser Violeta Parra. Dice Francisca: “Crecí escuchándola. Creo que nos pasa a la mayoría de los chilenos: está en nuestro oído desde siempre. Pero ahora mi admiración ha crecido enormemente. Durante el proceso de filmación me dediqué a estar enfocada todo el tiempo en ella, fue una etapa de concentración máxima. Lloré mucho. Leía las escenas y me involucraba profundamente. Fue un reto total. Y además, cómo aprender a tocar la guitarra siendo zurda... Fue durísimo: ¡a los 37 años no es fácil aprender nada! Con mucha aplicación logré sacar algo de Violeta y dar con la voz que quiso mostrar Wood”. Técnicamente, el canto de Gavilán es más dotado que el de Violeta. Asombra su parecido tímbrico y la diferencia con la original es, tal vez y sin hacer poesía barata, la ausencia del dolor y el resentimiento implosivo que Violeta dejaba drenar por su voz. La asesoría de la banda de sonido fue de Chango Spasiuk. “Necesitaba un referente un poco más alejado del proyecto que me diera una visión de lo que debería ser la música y la sonoridad general. Chango fue esa persona”, dice Wood.
Si bien el film rastrea una vida a través de un montaje que alterna planos realistas y oníricos, sin coherencia cronológica y haciendo eje en el volcánico estado emocional de la protagonista más que en cuestiones de tiempo y lugar –el rodaje se realizó en Chile, en la Argentina y en Francia–, hay una entrevista televisiva editada en viñetas a lo largo del film que funciona como eje narrativo, casi como separadores que unidos captan la fragilidad de la artista y los ánimos alterados por distintos acontecimientos (rupturas, muertes, fracasos). Como una fiera arrinconada, Parra logra empero exhibir en vivo y en directo su humor feroz y su inteligencia impiadosa ante los prejuicios y la imbecilidad supina del periodista. La entrevista ocurre en el marco de un programa de la TV argentina y el rol de periodista lo cubre un efectivo Luis Machín en su estereotipo de porteño soberbio y engolado.
Periodista: Sin ánimo de ofender... ¿usted es india?
Parra: ¿Por qué me voy a ofender? Soy india, pero no totalmente. ¡Siempre estuve enojada con mi madre porque no se casó con un indio!
AMBAR VIOLETA
“Ella es la película”, subraya Wood sobre Francisca Gavilán. “Hicimos un casting y un montón de actrices se parecían más o cantaban más al estilo de Violeta. Pero había algo en ella que la hacía diferente a todas las demás. Francisca me ayudó a construir secuencias, a encontrar cosas que yo no veía.”
La aproximación de Wood a la compositora es puramente emotiva y privilegió lo episódico a lo biográfico, el mundo interior probable de Parra a datos de los diarios de época. Los folklorólogos trasandinos habrán perseguido con lupa los contenidos. Vano esfuerzo. “Cuando sentíamos que estábamos siendo biográficos, parábamos. Hay un aspecto que dudamos mucho de incluir o no, y que finalmente dejamos afuera: la influencia explícita de su hermano mayor Nicanor. Ella misma lo decía: ‘Sin Nicanor no hay Violeta’. De alguna manera, la estructura de la película no pudo contener a este hermano/padre. Y sí resalta a Hilda, una hermana que la historia sitúa en una posición secundaria”, explica Wood. En esta frase, el director deja espiar las barajas de su arte: la estructura es la que manda, la estética, siempre en tensión entre –como dijo al principio– “el rigor y la libertad”.
Frágil y tempestuosa, irascible, intratable, tierna y despojada, bohemia y provocadora, “áspera y fea” (como la definió María Elena Walsh citando el poema “La higuera” de Juana de Ibarbourou luego de un encuentro –más bien un choque– en París, cuando lo más dulce que les dijo la chilena a ella y a Leda Valladares fue “argentinitas burguesas”), la Violeta de Wood aparece lejos del poster, extremadamente humana se diría, y en ese trazo que nunca es grueso y que por el contrario está formado por líneas sutiles, por silencios, por una poética cinematográfica que en los mejores momentos se acerca a Leonardo Favio, la artista gana paradójicamente en realismo: no es el icono de la canción latinoamericana, la heroína de izquierda, ni la arpillerista que épicamente expone en el Louvre; es una mujer atenazada por sus propias contradicciones y debilidades, y a su vez una mujer blindada en sus convicciones: una mirada social que siempre partió del campesinado y los mineros; una inclaudicable decisión de evitar un destino de “esposa que envejece criando hijos y fregando calcetines”, y más. Fue, claramente entonces, también, entre muchas otras cosas, feminista, vanguardista, liberal, rebelde... No: Violeta Parra no cabe en una película.
CHILLAN-PARIS-SANTIAGO
La película tiene un abordaje triple que, en la edición final, aparece organizadamente fragmentado: la infancia en Chillán –donde tal vez Wood tropieza con algunos símbolos redundantes–, su relación con el músico suizo Gilbert Favre, a quien conoce luego del tremendo impacto de la noticia de la muerte de su pequeña hija, y el regreso final a Chile para montar la carpa artística en la comuna de La Reina, en las afueras de Santiago.
Las tres son situaciones biográficas insoslayables, poderosas. La niñez transita entre una orgullosa pobreza y la mezcla de miedo y admiración que le despertaba su padre, un profesor de carácter dulce que se volvía temerario por el alcohol: de él sacó los primeros rudimentos musicales, de él heredó la primera guitarra. También aparece su desapego por la escuela, la necesidad de trabajar. La vida de Violeta, hay que decirlo, se puede seguir paso a paso en sus extraordinarias Décimas. Autobiografía en verso: “Semana sobre semana / transcurre mi edad primera. / Mejor no hablar de la escuela; / la odié con todas mis ganas, / del libro hasta la campana, / del lápiz al pizarrón, / del banco hasta el profesor. / Y empiezo a amar la guitarra / y adonde siento una farra / allí aprendo una canción”.
La infancia operó en ella como plataforma de un conocimiento profundo del chileno rural y por añadidura del folklore. Ya era Violeta Parra cuando abandonó toda veleidad de compositora para transformarse en una recopiladora tenaz, una mezcla de Atahualpa Yupanqui y Leda Valladares que recorrió montañas y valles buscando a los viejos de cada comarca para que le pasaran relatos y canciones. Iba con un cuaderno y un lápiz y, en el mejor de los casos, más acá en el tiempo, con un precario grabador. También tuvo un programa de radio semanal, muy escuchado, que difundía sus hallazgos de campo.
La relación con Gilbert Favre (interpretado por el francés Thomas Durand) se asentó sobre un volcán en erupción. Violeta ya se había separado dos veces, ya tenía tres hijos, y fue en París donde se desarrolló gran parte del romance con el que sería el gran amor de su vida. La irrupción de Gilbert –clarinetista, carilindo, 18 años menor que ella– le otorga a la película otro ritmo, una impronta mundana que funde cierta descontractura algo impostada del sudamericano en el exilio –un clima que bien podría haber filmado Pino Solanas– con una melancolía extrema de nieve cayendo sobre el Sena. En este tramo ocurre la exposición de arpilleras y esculturas de alambre en el Museo de las Artes Decorativas del Palacio del Louvre, una muestra consagratoria que sin embargo no rescató a Violeta Parra de un ostracismo que, si bien en parte era forjado por ella, potenciaba el destrato de las autoridades culturales de su país. Violeta Parra fue un personaje central en la vida cultural de Chile que, sin embargo, diseñó su obra artística desde los márgenes.
El amor por Gilbert estuvo sellado por la pasión y, también, por celos insondables. En el muy buen libro Las cuerdas vivas de América (Sudamericana), de Guillermo Pellegrino, se narra una anécdota patéticamente extraordinaria del nivel de celos que corroía la relación. Habla Favre: “Estuve muy enamorado de ella. El problema radicó en la convivencia, nos peleábamos mucho. Violeta era muy celosa, me acuerdo de que cuando me enseñó a tocar la quena me decía que era mejor cerrar los ojos, y yo le hacía caso. Con el tiempo advertí que me daba esa indicación para que en las actuaciones yo no mirase mujeres”.
Al final, harto de los desplantes, de la paranoia y de la locura posesiva, el suizo se fue con una boliviana. Ya Violeta había empezado a descender a los infiernos. Lo perseguía, lo increpaba. En la película aparece preguntándole, desesperada: “¿Es joven? ¿Es joven?”. Y más adelante, ya desquiciada: “¡Tráela, tráela, vivamos todos juntos!”.
El final de Violeta se fue a los cielos llega después de su última obcecación: la carpa de La Rueda. Un emprendimiento con una intención altruista: formar una Universidad de Folklore, y tener todas las noches actuaciones en vivo mientras se servían comidas típicas. Gilbert Favre iba a tocar a menudo y la relación con Violeta no terminaba de cortarse: entre sinuosas idas y vueltas, Parra sentía que la pareja podía ser posible. Cuando Favre tomó una decisión definitiva y se fue a vivir a Bolivia, Violeta cayó en un pozo irreversible. Eso se sumó al fracaso económico de la carpa y a la indiferencia del entorno cultural chileno. Un momento memorable del film es cuando una tormenta cordillerana cae pesadamente sobre la carpa y Violeta (Francisca Gavilán) canta una demoledora versión de “Maldigo del alto cielo”.
Maldigo la primavera
con sus jardines en flor;
y del otoño el color,
yo lo maldigo de veras;
a la nube pasajera
la maldigo tanto y tanto
porque me asiste el quebranto.
Maldigo el invierno entero.
con el verano embustero.
Maldigo profano y santo:
¡cuánto será mi dolor!
El revólver estaba ahí, en un cajoncito, y no tardará en detonar. La película se desliza sobre el final hacia un desasosiego existencial en el que sobra la metáfora del gavilán matando a una gallina (“El gavilán” es una de las canciones más emblemáticas de Violeta). Queda una sensación de amarga belleza que es, finalmente, lo que subyace en la obra de la chilena. Queda, dice ahora Francisca Gavilán, el legado de una mujer libre: “Libre en la creación, en el amor, en su manera de vivir y ser. Recopiló, pintó, escribió, fue madre, esposa, mujer intensa. Un genio. En Chile se la valora poco: somos mezquinos con nuestros genios. Se nos olvidan rápido. Por eso esta película es importante”. “Para mí, Violeta –completa Andrés Wood– no es un símbolo de nada. Es algo bien concreto. Es una luz hacia donde nos deberíamos mover como cultura. Para reconocernos y profundizar en lo que somos.”
Más allá del inobjetable valor cinematográfico, la película puede servir como disparador para volver a explorar una obra algo oculta: nunca fue valorada en su justa –gigante– medida debido en parte al devastador efecto de tantas décadas de cultura pinochetista. Por otra parte, siempre resultó torpe ubicarla como bandera política, a pesar del contenido testimonial de algunas pocas canciones. En todo caso es una obra política en el amplio sentido capaz de saltar sobre su cancionero más conocido (la perfección del repertorio que eligió Mercedes Sosa en su insuperable homenaje de 1971, las experimentaciones lúdicas como “Mazúrkica modérnica”, la protesta de “Qué dirá el Santo Padre”, tantas más). Ese salto, sin contar la labor de artista plástica, llegaría hasta sus recopilaciones folklóricas, las Décimas y las increíbles Centésimas –que acaba de musicalizar y presentar Carmen Baliero en Buenos Aires–, una extenuante progresión numérica en verso: “Una vez que me asediaste / dos juramentos me hiciste / tres lagrimones vertiste / cuatro gemidos sacaste / cinco minutos dudaste / seis más porque no te vi / siete pedazos de mí / ocho razones me aquejan / nueve mentiras me alejan / diez que en tu boca sentí / once cadenas me amarran / doce quieren desprenderme / trece podrán detenerme / Catorce que me desgarran / Quince perversos embarran”... Y así, 300 números en 600 versos.
Los hilos conductores de la obra nunca son aislados y se los puede relacionar con otra de sus facetas artísticas: los tapices. Cada aspecto forma una trama, la trama es un conjunto. El caos –“hago lo que me sale: una canción, una arpillera, un tapiz, qué más da”– aparece ordenado en la sensibilidad arrebatada de una artista total.
Periodista: ¿Tiene algún consejo para los jóvenes creadores?
Parra: ¿Un consejo...? Tal vez les diría que escriban como quieran, que usen los ritmos que les salgan, que prueben instrumentos diversos, que se sienten en el piano y destruyan la métrica, que griten en vez de cantar, que soplen la guitarra y que tañan la trompeta, que odien la matemática y que amen los remolinos. La creación es un pájaro sin plan de vuelo que jamás volará en línea recta.
Pájaro sin plan de vuelo, Violeta está en los cielos. Distingue dicha de quebranto con sus dos luceros. Y maldice.